Cirilo Villaverde (28 de octubre de 1812, Cuba – 23 de octubre de 1894, Estados Unidos). Fue un fructuoso narrador, aunque alguna lógica afilada sugiere que todo lo que dejó en ficción antes de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel —uno de los textos cubanos más comentados— fue una especie de ensayo para su monumento. Cursó estudios de filosofía, leyes y dibujo, pero fue a la literatura y el magisterio a lo que dedicó toda su vida. Comenzó a publicar en la Miscelánea de útil y agradable recreo en la que aparecieron sus novelas El ave muerta, La peña blanca, El perjurio y La cueva de Taganana. Asistió a las tertulias literarias de Domingo del Monte y continuó publicando sus narraciones y trabajos críticos en diferentes publicaciones periódicas, como Recreo de las Damas, Aguinaldo Habanero, La Cartera Cubana, Flores del Siglo, La Siempreviva, El Álbum, La Aurora, El Artista, Revista de La Habana. Formó parte de la redacción del Faro Industrial de La Habana, en el que publicó los cuentos “El ciego y su perro” (1842) y “Generosidad fraternal” (1846). Desde ese año se hizo sospechoso al gobierno español por sus ideas separatistas y fue detenido en 1848 y condenado a presidio por su participación en la conspiración de Trinidad y Cienfuegos. Al año siguiente pudo escapar y trasladarse a Nueva York, donde trabajó como secretario de Narciso López hasta la muerte de este. En dicha ciudad fue colaborador y más tarde director del periódico separatista La Verdad. Vivió en varias ciudades de los Estados Unidos, donde se dedicó a la enseñanza del español, contrajo matrimonio con la activa conspiradora Emilia Casanova y publicó en diferentes medios de prensa como El Independiente de Nueva Orleans. En 1858, al amparo de una amnistía concedida por el gobierno español, viajó a La Habana, donde dirigió la imprenta La Antilla, fue codirector y redactor del periódico literario La Habana, (1858-1860) y colaboró en Cuba Literaria; apadrinó la publicación de los Artículos, de Anselmo Suárez y Romero. Regresó a Nueva York en 1860. Trabajó como redactor en La América (1861-1862) y en el Frank Leslie’s Magazine. En 1864 abrió, con la colaboración de su esposa, un colegio en Weehawken. Al año siguiente formó parte de la Sociedad Republicana de Cuba y Puerto Rico, en cuyas Publicaciones colaboró. Al estallar la Guerra de Independencia en 1868, se sumó a la junta revolucionaria establecida en Nueva York. Dirigió y colaboró en innumerables publicaciones: La Ilustración Americana (1865-1869), El Espejo desde 1874, La Familia, El Avisador Hispanoamericano, El Fígaro y Revista Cubana. Hizo breves viajes a Cuba en 1888 y 1894. Escribió la “Advertencia” y las “Notas” al folleto de Saco, Cuestión de Cuba, y prologó la Colección de artículos satíricos y de costumbres, de José María de Cárdenas. Tradujo al español Autobiografía de David Cooperfield (La Habana, 1857), de Charles Dickens; El tamborcito; o, Amor filial. Libro de lectura para niños (La Habana, Imp. Soler, [l857?]; la novela La hija del avaro (La Habana, 1859); Historia del primer año de la Guerra del Sur (Nueva York, Imp. de L. Hauser, 1863), de Eduardo A. Pollard, y María Antonieta y su hijo (Nueva York, D. Appleton, 1878), novela histórica de Luisa Muhlbach, seudónimo de Clara Mundt. Se dice que también tradujo Los miserables, de Víctor Hugo, y que cultivó la poesía. Ha sido traducido al ruso, inglés, francés y alemán. Su novela Cecilia Valdés ha sido llevada al cine y sirvió de base a la zarzuela del mismo nombre, de Gonzalo Roig. Usó los seudónimos El ambulante del Oeste, Un contemporáneo, Simón Judas de la Paz, Sansueñas. También firmó trabajos con la inicial de su apellido.
Según un conocido aserto, “clásico” es aquel libro que cada generación de lectores hace suyo, mediante un proceso de reactualización, misterioso a veces. Esa capacidad para renovarse es uno de los méritos de Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, la célebre historia de la mestiza que parece blanca. Crónica de época, alegato en contra de la esclavitud, relación de costumbres, como admite el propio autor, el texto de más abolengo de todo el siglo XIX cubano, sigue siendo el clásico por excelencia, el que fusiona argumento y lenguaje, sentido nacional y tono que ahora llamaríamos sociológico. Cirilo Villaverde atinó con un monolito que rebasa, inclusive, sus propias ideas acerca de algunos temas caros a su época. Hasta cuando pudiera parecer que se ase a ciertos lugares comunes —en el sentido histórico o en el lexical— su novela irradia originalidad y engendra prototipos que violentan los límites librescos y se vuelven leyenda.
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