Por Roly Ávalos Díaz y Cecilia Meredith Jiménez
El poema se abre como una inteligencia que modela el universo.
Virgilio López Lemus
Cuatro copas llenas (Editorial Letras Cubanas, 2025), del poeta, ensayista, crítico, profesor, editor y traductor Virgilio López Lemus, nos invita a adentrarnos en un bosque de significados incesantes, poemas nacidos de la mano de un autor que ha alcanzado la plenitud y la madurez de su oficio creativo.
El autor nos invita, como buen anfitrión, a beber de la abundancia de estas cuatro copas, en las que se han vertido cuatro licores diversos, o donde cohabitan cuatro cuadernos dentro de un mismo libro, el cual por tanto adquiere una considerable extensión, quizá mayor de lo que entendemos que debiera tener un poemario. Tantas páginas no restan intensidad a las múltiples miradas del sujeto poético; sin embargo, como leitmotiv se aprecian, junto a otras inquietudes, la obsesión por registrar las huellas y la extrañeza que provoca el paso del tiempo.
Desde el «Pórtico», a manera de prólogo, el autor enuncia lo que significa enfrentarse a un libro de poemas, y a este específicamente, cual acto de «re-creación de la existencia», porque qué son si no la muerte, el amor, el tiempo, los sueños, que actos de existencia en sí mismos. El libro, universo compuesto por cuatro planetas creados por un mismo dios, contiene «cuatro conjuntos líricos diferentes y análogos»: Tristeza de las cosas que no fueron, La inmensa edad, Concierto con variantes y Copas llenas.
En la primera sección, o en la primera copa o cuaderno, el bardo recrea la naturaleza del amor en todas sus variantes o formas posibles, y canta el goce de los cuerpos, mientras reconoce este sentimiento supremo como bálsamo, tanto cuando se desviste con fino erotismo como cuando lo encuentra en los detalles más simples: El amor convierte en luminosas las tinieblas./ El amor te rescata del reino escondido./ El amor nos sostiene despierta la existencia («Suite de l’amuor»).
«Esta lluvia debrazos», que irrumpe como el primero de algunos pocos sonetos, ilustra tal declaración de amor romántico, cuyas delicadas imágenes (alas de cisne, en aguas en azul tu brazo brilla, remolino sutil) recuerdan a cierta poesía modernista y evidencian el dominio del autor con el empleo del verso endecasílabo, entre otras métricas. El segundo soneto, «Encuentro», confirma lo dicho anteriormente y aviva la pasión, invoca la trascendencia (te bajabas de un coche como el viento/ de la inmortalidad).
Transcurren, sucesivos, también, motivos como la fugacidad de la vida, la ambivalencia entre la niñez y la vejez, el mito de Narciso en las aguas del espejo (Quizás pasearía de la mano de su hombre/ por las verdes praderas, las plazas del destino,/ pero va solo, amándose por dentro…), el humano amor de los dioses a su prójimo, el marcado intimismo de poemas en primera persona, la soledad y la nostalgia, el tono filosófico y hasta teológico que interpela cara a cara a Dios; y otra vez la dolorosa certeza del paso del tiempo, su magia terrible y la desolación: Dueño y señor del imperio de la noche,/ él es así, el tiempo. Es magia. Quizás de la peor./ Nos deja hablando solos, solitarios/ en un bosque que apenas comprendemos. («Alter»).
En muchas ocasiones lírico, aunque a ratos con una claridad casi narrativa, Virgilio lleva a cuestas las visiones de un hombre que está de vuelta de todo y para reconocerse se permite reflexiones en voz alta en torno al período otoñal que lo circunda.
La ausencia de un ser querido se resume conmovedoramente en el «El padre», o en textos donde vuelve, a través del símbolo de las cenizas, al ayer, evocado a ritmo de nostalgia ante un panorama de silencio y vacío. El poeta acude a los vocablos como tabla de salvación, pero en el fondo sabe que ninguna palabra nos define. Algunos versos recuerdan las primeras grandes preguntas que Rilke se hiciera en las Elegías de Duino (Infeliz de mí, que miro hacia una estrella en busca de respuestas).
Esta primera subdivisión concluye con una declaración de principios sobre la fe en la utilidad de la poesía. De hecho, se cierra esa puerta para abrirse en la segunda parte, La inmensa edad, que ahonda, sin cortapisas en el acto de creación, en el arte poética, no sin antes titular con la línea de un bolero otro poema melancólico: «No hay bella melodía…».
Las palabras reaparecen, son islas, hincan como carnadas en las frías lagunas de la memoria, hacen sentimentales ajustes de cuentas (el tiempo fluye y nos deja exhaustos), cuestionan, se desnudan ante nuestros ojos lectores, se confiesan sin tapujos. Llama la atención la entrañable epístola a un contemporáneo suyo, Roberto Manzano, considerado una leyenda viva, como el propio Virgilio, para los jóvenes poetas cubanos (Quizás fue Dios quien nos hizo poetas./ Pero nosotros nos preguntamos ateridos / para qué, con qué objetivo, cuál plan tendría…/ Mas dejémoslo así, Manzano amigo,/ será mejor ver caer de tu apellido la rara fruta/ que nos haga descubrir la gravedad).
No faltan a la cita una oda a los libros, esa fe o religión de la lectura, la relación íntima con las páginas, ni la pulsión del acto creativo; u otras interrogantes que se regodean, con la misma fineza, en la entrega sexual, fiesta para los sentidos; incluso hay espacio para un poema detectivesco. De igual modo, abundan las imágenes poéticas de un fuerte impacto visual.
Muerte, eternidad, duelo, añoranza, tristeza, y otra vez silencio y otra vez vacío y memoria invaden la morada del autor, contaminan su cotidianidad, hasta que de repente cae como una bomba el breve poema-alegato «Irak», y una serie de textos fechados demuestran que la verdadera poesía es atemporal y el presente reacomoda su vigencia.
En «Natal» insiste en acordarse de su origen, lejos de la urna de cristal de las referencias cultas y muy a ras de suelo con un ambiente costumbrista: Allí recuerdo al viejo, sí, bien lo recuerdo/ vendiendo billetes de la lotería,/ y aquel olor a guayabas en cascos rojos/ como una sangre dulce de postre celestial. También hay una oda a su propia casa, refugio acorazado de libros donde nada lo priva del tumulto silencioso de las cosas, remanso que no lo libra de sentir cuán efímera es la vida del hombre.
En el Concierto de variantes, justamente Virgilio experimenta, ensaya poemas visuales, juegos de palabras en una especie de soneto monorrimo, en el que se repite el sustantivo olvido. Como un artífice de la palabra dibuja, explora formas, y sin menos lirismo, pero con intenciones de describir el pasaje vivido, narra el espanto del tránsito de un cuerpo hacia la nada («Cuerpo/Cosa») y una brisa de misterio ensombrece algunas cuartillas siguientes, pero retoma la lucidez con preguntas dirigidas a Dios.
Huelga decir que varias ciudades, visitadas o imaginadas, recorren las páginas de este volumen, como Bagdad, territorio añejo; La Habana, extraña, ajena en su inmensidad; Sancti Spíritus, atemporal, dulce en la memoria; y deambulan las referencias culturales o históricas, más visibles: Shakespeare, Dylan Thomas, Stephen Hawking, Emily Dickinson, Dulce María Loynaz, Matsuo Basho, Pierre Seel, o más encriptadas e impregnadas, como: Martí, Virgilio Piñera o Antonio Machado.
De disímiles recipientes estróficos se sirve el poeta para vaciarse: en su mayoría versos libres o blancos, algunos con extensión de versículos, y de cuando en cuando asoman sonetos, décimas (endecasílabas, heptasílabas u octosílabas), haikús, epigramas, aforismos, entre otros moldes.
En la cuarta y última sección, Copas llenas, el lector encuentra el final de las páginas, pero no del poemario, que adquiere vida propia una vez que se cierra y los versos se despiden de su padre, de su aire familiar y anidan, como pájaros, en los árboles del viento. «Arbóreas y variaciones», por ejemplo, huele a la sabiduría plasmada por maestros antiquísimos.
A estas alturas del libro, la voz de un sujeto poético cambiante exhibe sus angustias, sus verdades, el idioma legítimo de su ser; se transforma en isla rumorosa y extensa, anota frases lapidarias como dardos, se reconcilia con la tristeza, acepta los enigmas del futuro, invoca a modo de despedida las bondades del amor con un estilo de insospechada ternura, que siempre ha sobrevolado el espíritu del volumen. En busca de la definición exacta de las cosas, con vocación adánica, Virgilio aspira a la plenitud en el poema final, «El pintor», y acaso nos desvela el significado de un milagro. Poesía consciente, intelectiva y emocional a un mismo tiempo, prudente sobre la cuerda floja del lenguaje, pero arrojada, desatada, dispuesta a sumergirse en otras honduras o métricas, sobre todo, de arte mayor. Poesía que sublima lo que observa y palpa, que se mira en el espejo para indagar en el misterio de su propia belleza, que a veces sobrevive como un elemento natural o se funde con una entidad incorpórea. Poesía atravesada por un sonajero de sensaciones que nunca lo abandonan. Poesía vitalista escrita por un bardo que se niega a cerrar los ojos, incluso durante el sueño, para no perderse ni un segundo de la existencia que le ha tocado versar, a veces aguijoneado de incertidumbre, pero siempre embriagado de fascinación.